Desde hace algún tiempo he tenido un problema serio con los libros. Ellos han rivalizado con mi apetito. Y es que algunos le tenemos un amor tan grande a los libros, a sus secretos y a ese olor de recién desempaquetado, que casi morimos por ello.
Resulta, que nada se compara a la sensación de hojas recién graficadas. O la suavidad de las hojas blancas y las pastas duras. Es claro, que como todo en este mundo inmundo, esa sensación es manchada por el dinero, entonces la cosa toma otro tinte.
Resulta, que en una de mis vagancias por el centro histórico, encontré un libro, que desde hace mucho tiempo buscaba. Es ese libro, que uno pide en las librerías y la dependiente, sin quitar la vista de su periódico, nos dice: No Hay.
Cuando lo encontré, casi me da una ataque de euforia, como si hubiese encontrado el jeroglífico que develaba la desaparición maya, y pregunté el precio. Acto seguido me veo caminado cuadras después, sin el libro, con un hambre de la chingada y una sed del mismo tamaño. No compré el libro, porque, tenía que comer. Suceso, que me dejaba sin posibilidad de adquirir el libro que deseaba.
Entonces entro en el dilema de siempre. ¿Debo almorzar, aún si esto significa desajustarme un libro? ¿Mi economía, es tan precaria que un gasto como ese desequilibra mi presupuesto? Es cierto, mi ingreso de capital es tan frágil que los libros son prioridades que me gusta darme, pero que hacen tambalear mis mensualidades.
La vez que almorcé y no compré el libro que deseaba, me quedó un terrible cargo de conciencia, y por cierto el libro no lo he vuelto a ver.
He llegado a la conclusión que comer, lo puedo hacer en mi casa, pero leer a Kundera o a Navokov es un banquete que no puedo darme tan fácilmente. Desde entonces pesa más el hambre por un libro que por papas fritas.
Tanto retortijón de tripas vale la pena. Un poema de Pessoa lo soluciona. Un mareo por inanición lo supera un texto de Bukowski.
Schopenhauer, sabe mejor con una bolsa de agua y unas manís en el estómago. Porque, él como maestro del pesimismo, entiende la condición decadente de lo que lo hago.
Qué me dicen de Joyce antes de bajar del bus con ese calor endiablado.
Luego, Cervantes, sube al bus, ofrece chicles que llevará a su casa habitada por Dulcinea. Dice que hace bastante tiempo dejó de escribir cuentos y novelas, y que la locura lo hizo recapacitar. Que antes se subía a los buses y leía un par de cuentos que lo llevaron por el mal camino. Hasta que encontró la rehabilitación, y ya no amedrenta a la gente con cuentos en la mano, arrancándoles los sueños de un tirón.
Ahora sólo desea llevarle unos centavos a Dulcinea que lo espera con la esperanza de no verlo otra vez en el noticiero, porque lo capturaron pirateando sueños en sus cuentos.
Canta un tema de Vicente y le grita a una señorita, por tu maldito amor. La gente con tal de no escudarlo más le dan unas monedas. Cervantes, baja presuroso, con su espalda jorobada, algunos sueños en la chaqueta y la parte de atrás del pantalón.
Cada día me veo más flaco y con más libros, y no me arrepiento de esa condición.
Los libros son un privilegio de alfabetos, que para variar en este país, somos pocos. Y de los pocos, una minoría lee por complacencia. Por ello los libros, no son vistos como un tesoro, sino como un castigo de colegio. ¿Qué país, sino este, castiga a los libros con IVA?
Comparto la visión de Raúl de la Horra, los libros son un bien que muy pocos envidian y de los cuales los hasta ladrones huyen.
Angel Elías
Resulta, que nada se compara a la sensación de hojas recién graficadas. O la suavidad de las hojas blancas y las pastas duras. Es claro, que como todo en este mundo inmundo, esa sensación es manchada por el dinero, entonces la cosa toma otro tinte.
Resulta, que en una de mis vagancias por el centro histórico, encontré un libro, que desde hace mucho tiempo buscaba. Es ese libro, que uno pide en las librerías y la dependiente, sin quitar la vista de su periódico, nos dice: No Hay.
Cuando lo encontré, casi me da una ataque de euforia, como si hubiese encontrado el jeroglífico que develaba la desaparición maya, y pregunté el precio. Acto seguido me veo caminado cuadras después, sin el libro, con un hambre de la chingada y una sed del mismo tamaño. No compré el libro, porque, tenía que comer. Suceso, que me dejaba sin posibilidad de adquirir el libro que deseaba.
Entonces entro en el dilema de siempre. ¿Debo almorzar, aún si esto significa desajustarme un libro? ¿Mi economía, es tan precaria que un gasto como ese desequilibra mi presupuesto? Es cierto, mi ingreso de capital es tan frágil que los libros son prioridades que me gusta darme, pero que hacen tambalear mis mensualidades.
La vez que almorcé y no compré el libro que deseaba, me quedó un terrible cargo de conciencia, y por cierto el libro no lo he vuelto a ver.
He llegado a la conclusión que comer, lo puedo hacer en mi casa, pero leer a Kundera o a Navokov es un banquete que no puedo darme tan fácilmente. Desde entonces pesa más el hambre por un libro que por papas fritas.
Tanto retortijón de tripas vale la pena. Un poema de Pessoa lo soluciona. Un mareo por inanición lo supera un texto de Bukowski.
Schopenhauer, sabe mejor con una bolsa de agua y unas manís en el estómago. Porque, él como maestro del pesimismo, entiende la condición decadente de lo que lo hago.
Qué me dicen de Joyce antes de bajar del bus con ese calor endiablado.
Luego, Cervantes, sube al bus, ofrece chicles que llevará a su casa habitada por Dulcinea. Dice que hace bastante tiempo dejó de escribir cuentos y novelas, y que la locura lo hizo recapacitar. Que antes se subía a los buses y leía un par de cuentos que lo llevaron por el mal camino. Hasta que encontró la rehabilitación, y ya no amedrenta a la gente con cuentos en la mano, arrancándoles los sueños de un tirón.
Ahora sólo desea llevarle unos centavos a Dulcinea que lo espera con la esperanza de no verlo otra vez en el noticiero, porque lo capturaron pirateando sueños en sus cuentos.
Canta un tema de Vicente y le grita a una señorita, por tu maldito amor. La gente con tal de no escudarlo más le dan unas monedas. Cervantes, baja presuroso, con su espalda jorobada, algunos sueños en la chaqueta y la parte de atrás del pantalón.
Cada día me veo más flaco y con más libros, y no me arrepiento de esa condición.
Los libros son un privilegio de alfabetos, que para variar en este país, somos pocos. Y de los pocos, una minoría lee por complacencia. Por ello los libros, no son vistos como un tesoro, sino como un castigo de colegio. ¿Qué país, sino este, castiga a los libros con IVA?
Comparto la visión de Raúl de la Horra, los libros son un bien que muy pocos envidian y de los cuales los hasta ladrones huyen.
Angel Elías
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¿Ya leíste "Los hijos del incienso y de la pólvora?