Ella tenía claro lo que deseaba. Estar con él. Javier le compartía libros en las paradas de los buses y durante el almuerzo cuando se encontraban.
Rebeca vendía galletas en un puesto informal en la calzada más bulliciosa de esa ciudad. Javier cuidaba carros de lunes a lunes. Descansaba los días que estaba enfermo. Ambos se querían, con ese cariño que solamente nace en las ciudades llenas de adversidades.
Compartían sueños, galletas, almuerzos y libros.
A ambos les daba tiempo para leer, entre las ocupaciones diarias, entre los traileros y los asaltos. Imaginaban cosas que no existían. Dibujaban historias llenas de color, que luego dibujan en el asfalto del puesto que cuidaban.
Rebeca llego a terminar la primaria, gustaba de los cuentos e inventaba historias que terminaba con sonrisa. Javier era bachiller, ¿Qué hace un bachiller cuidando carros? ¿Qué hace un genocida gobernando un país? En países tropicales las cosas no tienen explicación.
Su amor surge por compartir espacios de la calle. Ella estaba en la banqueta contraria y él cuidaba carros en la calle de arriba. Con el tiempo ambos se encuentran.
Su amor es citadino, muy sencillo y elemental. Sin complicaciones, así como son las grandes historias y los grandes amores, sin complicaciones.
Todas las tardes se encuentran para comer. Él le lleva libros para leer para soportar esas jornadas extenuantes donde los paseantes son, solo eso, paseantes. Entonces ella ha leído e imaginado a Dulcinea. Conoce a Bobary y recrea sus historias con los paseantes. Luego le cuenta a Javier y ríen a carcajadas. Ambos se quieren como para compartir sonrisas sin hacerse cosquillas, simplemente por la sensación de tenerse el uno al otro.
Al finalizar el almuerzo cada uno regresa a su puesto. Con menos sonrisas, pero más alegría. Esperando el momento de despedirse al atardecer y desearse feliz noche, hasta mañana, y un beso suspendido en la timidez de ambos.
Los autos y las personas transitan sin imaginar que entre ambos hay un amor elemental y tan fuerte que ni mil muertes en ese país puede opacar.
La tarde transcurre y los autos al finalizar la jornada empiezan a encender sus luces, esos ojos luminosos que desaparecen y aparecen, que aparecen y desaparecen constantemente.
Rebeca y Javier parten despidiéndose y pidiendo verse al siguiente día, para compartir libros, sonrisas y con suerte un poco más de destino.
Ángel Elías
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Saludos.