Me detengo en una tarde como esta, para escuchar a Antonio
Vivaldi con el Concerti con molto isotromenti, nada me puede dar más
tranquilidad que eso. Los sábados pueden ser relajados junto a una copa de
vino.
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Los silencios se rompen con un correo tuyo. Así como eres,
intermitente, enredada, tan llena de sorpresas. Aunque ya las palabras no dicen
mucho, simplemente lo que ya sabemos.
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Aquellas palabras se deslizan lentamente por el violín del
barroco, un rock temprano. Para esas épocas Vivaldi debió ser un rebelde. Nada
de clásico, todo un maestro en la estridencia de ese instrumento. Si pudieran
escuchar las genialidades que pueden salir de un instrumento tan bello y
magistralmente interpretado, sabrían de lo que hablo.
Nada de retumbos, nada de ruidos contemporáneos. Solo música
de altura, con toda la velocidad que puede dar un concierto de violines. Hay
pocas comparables a un gran concierto. El aislamiento para sentirse por momento
vivo.
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La música para mí tiene un significante especial. Es esa
parte del día donde nada más importa que el relajante viaje de una melodía.
Nada estridente. Música de cámara para dormir, escribir y leer. Un poco de jazz
para pensar, Big Bands para vivir la época. Pareciera que las épocas anteriores
son mejores que los años de reggeton o norteña.
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Bar en la zona central, sábado por la noche. Varios
compañeros de trabajo alrededor de una botella de cerveza. Todos hablan, a
nadie entiendo, parece que todos se conocen de años. Piden salsa y merengue. Y
contorsionan sus cuerpos mientras llega la media noche y la media botella a su
final. Sudan hasta sacarse las penas y las lágrimas. La primera pareja
desaparece en un hotel que queda justo enfrente. Esa escena hace que las
contorsiones sean más sugerentes y sexuales. Yo no puedo bailar, lo que me deja
a la expectativa de lo que pasará. Me aburro, la escena se pone más evidente.
No me gustan los finales predecibles. Me escabullo en un taxi a altas horas de
la noche por aquellas calles neurálgicas del centro de la ciudad.
Ángel Elías
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