Habrán pasado días, meses,
años o a lo mejor siglos. Y aunque él
había logrado evitar el momento, decidió tomar sus cosas, algunas almacenadas
de tanto tiempo dentro de recuerdo. ¿Por qué este tipo de decisiones son difíciles
de tomar? ¿Cuándo realmente las tomamos? Agarró el auto, recorrió aquella
ciudad tan llena de escombros, aquella parada de bus donde se tomaron de la
mano, ese parque donde persiguieron palomas, aquella calle cuando se tragaron
las palabras y se las lanzaron en miradas dulces. Esta ciudad fue demasiado pequeña para vivir junto a las añoranzas. Rápidamente cruzó la ciudad
desde su casa hasta la de ella. Ella vive en sus memorias. Las calles se estrechan
cuando queremos llegar. El cuerpo tiembla cuando se acerca a ella.
Se estaciona frente al lugar. Las personas pasan, una tras
otra, y en cúmulos. Nada más los separa que la incógnita de quererse ver. ¿Cuánto
tiempo ha pasado desde el momento en el que rompieron frente al aparador de pan
y café? Ellos rompieron el tiempo por un lado distinto. Él solo se llevo la
parte que le correspondía con un poco de tristeza antes del fin. El viento
soplaba de modo distinto, se enredaba entre los árboles vecinos, se llevan las
hojas entre sonidos extraños. ¿Así será la sinfonía antes del fin del mundo? El
día se torna lento, como ausente.
No se puede pensar mucho estas decisiones. Se toman de tajo,
como presintiendo no morir en el intento, como si se supiera con certeza que se
saldrá sin rasguño alguno. Aunque nada le da esa seguridad al corazón.
La entrada, las causas, las excusas, las justificaciones,
las lágrimas, la puerta. Un suspiro profundo, como aquellos que se dan antes de
sumergirse en el mar. Las malditas contradicciones de la mente y los juegos de
lógica. La pregunta obligada ¿Qué hubiera pasado si?... (no hubiera sido
cobarde) (no hubiera bajado las armas/e intentado huir en las palabras) (no me
hubiera ido tan disipado aquella tarde) (si tan solo, no estuvieran solas estas
palabras).
Al entrar aquel hombre sabe que el mundo comienza en ese
momento. Que la resolución de todos sus
dilemas se encuentra en el corazón de ella. ¿Estamos predestinados para pensar
que la vida se puede arreglar con una sonrisa? Al entrar, a aquella casa, el
silencio se apoderó de su mente. El mundo
se detuvo, como manteniendo la cautela de no desequilibrar su cordura.
El silencio en aquellos pasillos del recinto fue evidente. Él solo quería que el mundo regresara mil, dos mil, tres mil días, el día que
la conoció y combinar en una poción mágica su sonrisa y el momento. Solo quería
que esa sonrisa le perteneciera por unos segundos. Realizar una quimera de
tiempo e imposibles.
Aquel lugar vacío no daba señal de vida, era como un gran
museo lleno de recuerdos, unos cuadros, saludos forzados, de protocolo. Todo estaba
casi intacto y tan desconocido. Porque es un lugar poco común, al que no había
regresado, aquel hombre, en mucho tiempo.
Por un momento compartieron edificio, espacio, tiempo, como
en los viejos vagones que dibujaron con palabras y que construyeron en un
futuro que nunca llegó.
Es hora de partir, sin verla, sin tener la valentía
nuevamente, de verla a los ojos. Todavía no es tiempo, pero ha sido hermoso
sentirla tan cerca, lo más cercano que se puede estar, antes de sumergirse en
aquellos barrancos infranqueables del tiempo sin compartir.
Al salir, cuando cruza la calle, aquel hombre voltea, y la
ve pasar, con una blusa roja, por los ventanales del lugar, durante cinco segundos, fue un hombre casi feliz.
Ángel Elías
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