Amanece y el frío de noviembre se cuela por las ventanas,
desde el patio, por la ventana, hacia tu cabello que despierta en mi almohada.
Apenas el alba ilumina la habitación donde estamos. El vapor de la taza de café
que bebo se diluye en el cielo de aquel cuarto que a oscuras nos cuidó los
sueños. Tu cabello luce como una especie de rompecabezas, corto, ondulado y
rebelde, como nuestros sueños.
Cada lunes es lo mismo, un extraño divorcio entre lo que
somos y lo que planeamos el fin de semana. Unas horas antes somos todo, capaces
de cambiar el mundo, de romper con las causas de nuestra derrota, de llegar a
acostumbrarnos a nuestras contradicciones, y hacemos planes y construimos casas
a nuestros nombres. Pero al anochecer, después de nuestro último beso, nos
invade la soledad de nuestros actos. Y toda la noche se coagula un sentimiento
de impotencia, por pagar cuentas, por inventar excusas, un miedo al otro que es
casi inexplicable.
Al amanecer iniciamos nuestra guerra nuevamente. Uno contra
el otro, tratando de llenarnos de pretextos para abandonarnos. Llegan los
labios torcidos, las conversaciones monosilábicas, los golpes de mesa y los
estamos hartos. Olvidamos los fines de semanas y sueños. Entonces, como todos
los lunes tomas las llaves de tu auto, arrancas las plantas de las macetas y
partes a donde vives mejor, con otros, lejos de mí. Pareciera que la escena se
repite hasta el desasosiego todos los inicios de semana.
Por eso, ahora te observo desde la madrugada hasta el alba,
tendida en mi cama, incólume casi perfecta, con un respirar pausado y casi imperceptible.
Registro tus movimientos bajo las sábanas, observo tus piernas saliendo
levemente de las cobijas, hasta terminar en tus tersos dedos, pequeños y tan
familiares.
Entonces, así somos perfectos, tú sumergida en un sueño
profundo y yo vigilando nuestros deseos, esperando que no escapen con los
primeros rayos del sol. Nuestros destinos deberían estar mejor atados, mucho
más allá de la incógnita de lo que sucederá el lunes por la mañana.
Ángel Elías
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