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Mostrando las entradas de agosto, 2009

Los adioses

pintura: "Adioses" de Duli Olmedo Botía Me alejaré de ti, como inmóviles se alejan los árboles del río Luis Cardoza y Aragón Existen esas difíciles decisiones donde el adiós es inevitable. ¿Se puede despedir sin dejar una lágrima perdida? Los adioses son esas separaciones donde se teme por lo desconocido. Por ello no me gustan los aeropuertos. Son esas puertas donde el retorno queda resumido a una esperanza y nada más. Pero lo más duro de los adioses es la separación de lo que creemos nuestro, pero que en ese momento dejamos partir. Y sabemos que no podemos hacer nada. Y esa impotencia por la imposibilidad. Luego vienen los lamentos, los gimoteos, los suspiros. Una herida más en el corazón. ¿Las heridas sanan? Siempre lo hacen. En un proceso, a veces duro, a veces fácil. Por ello los adioses son imposibles de evitar. Siempre despedimos. A veces sin saberlo. ¿Tenemos amigos a quienes ya nunca volvimos a ver? Las despedidas que duelen son aquellas que las

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Luego ves pasar rápidamente los años, con todo y sus ojeras. Y ves a tus amigos, los del barrio, los de la escuela, los únicos los inseparables con los que marcabas los mejores goles, ya con corbata y durmiendo dentro del bus rumbo al trabajo. Y los saludas y te despides, como quien se despide un recuerdo. Con una sensación de lejanía. Y se habla de lo mismo, de todo lo que fue y luego de la nada. Esa conversación se acaba. Y es normal. Alguna vez dejaremos de ser soñadores, y nos volveremos sus cazadores. En la búsqueda de la niñez perdida. A los años, con algunas arrugas volteamos y vemos ese tramo recorrido. A los hijos de nuestros amigos, a las esposas de ellos y a sus exesposas también. Uno que otro café con antiguo amor de colegio; ahora con problemas de colesterol, y con unos hijos, según ella, latosos. A los años es inevitable hablar del pasado. De recordar y reír un tanto más de las tonteras que fuimos. A los años somos un poco más viejos. Somos menos soñadores, más expectante

El sufrimiento guatemalteco

El guatemalteco busca el sufrimiento como un arma para sentirse vivo. Por alguna extraña razón los guatemaltecos nos autoflagelamos. Pareciera que nos gusta el sufrimiento. Que creyéramos que nuestra felicidad se encuentra al final de un camino de cardos y espinas. Idea que surge gracias a tantos años de represión social, religiosa y de educación. El final de todo es el paraíso. Acá, de este lado de la vida, a sufrir, para merecer el premio eterno. Esto se da a todos los niveles, desde el profesional hasta el sentimental. ¿Cuántas parejas se buscan problemas sólo por separase y luego volverse a unir? En un círculo vicioso y un tanto extraño. Como guatemaltecos, somos raros. Cuando se le pregunta a cualquiera cómo se encuentra, éste responde con un -más o menos-. Y sólo se necesita un tanto de paciencia para escuchar una letanía de quejas y de desventuras. Eso porque tenemos la necesidad de compadecernos, de sentirnos mal. De sufrir por el camino de la tortura. Luego, uno que preguntó

Tarde de lluvia.

Esa tarde, mientras los autos se mantenían uno tras otro en aquella calzada de la cuidad, lo vi. Un hombre venía caminando en la acera. Esa tarde llovía y aquel fenómeno no parecía importarle. Porque llevaba la sacola mojada, los zapatos húmedos, el ruedo del pantalón goteando. Aunque a todo ello creo que ese hombre llevaba una peor suerte todavía. Más allá del clima de esa tarde. Aquel hombre venía en sentido contrario bajo la lluvia, venía con los ojos húmedos, con los ojos inundados de tristeza. Entonces no le importaba la lluvia, ni los autos, ni la gente, solo su tristeza… Aquel hombre, en aquella acera se veía sólo, con los pies cansados y el alma en un hilo. ¿Qué tristeza inundará a un hombre como para hacerlo llorar bajo la lluvia? Aquel hombre taciturno pasa por la ventana del auto y no logro distinguir más allá de su melancolía. En una rosa marchita se convierte su alma. La lluvia continúa y por momentos se intensifica; a aquel hombre no le importa, como a la lluvia sus probl