Aquella ciudad lo recibió una vez más, esta vez de noche,
los aeropuertos, las aduanas, las revisiones, los pasos vacíos, las luces
blancas, los destinos cruzados con pasaporte en mano. Cientos de rostros se
atraviesan en miradas. Aquel hombre llegó a la ciudad de México, era de noche. Una
fila de casas de comida rápida evapora el hambre de los paseantes. En una de
las paredes una fotografía de ese aeropuerto desde las alturas, algún curioso
traza letras inentendibles sobre la impresión. Las paredes frías, blancas se
parten donde la puertas automáticas dejan entrar el olor a la ciudad.
Entra a uno de los restaurantes comida rápida y pide una
hamburguesa. El murmullo de la noche, bocinazos, aterrizajes y despegues es un
sonido de fondo que ya es inaudible. Miles de recuerdos atrás y cientos de
kilómetros de lejanía abren el abismo del recuerdo.
Un taxi, una dirección después, aquel hombre, con una
hamburguesa a medio terminar en el estómago, se enfila a aquella ciudad llena
de todo y que silencia nada. A los años, le gusta volver y recorrer a pie lo
que para otros es cotidiano.
Aquel taxi se sumergió por las avenidas y dejó atrás la
cúpula iluminada por cientos de ojos. René, el taxista que le tocó no habla,
lleva un taxi blanco con franjas rojas. Escucha en el radio donde transmiten un programa de sexualidad. “La
pose ideal para la mayor satisfacción, es la que prefiera la pareja….", dice
la locutora. Aquel auto aumenta velocidad para tomar la autopista que lo lleva
por un paso a desnivel. En la ventana, las luces de las paredes forman una línea
entrecortada y luminosa a medida que acelera el chofer.
¿A dónde va? Colonia centro. El “coche” toma la tercera
velocidad, mientras no hay autos en la calle. La ciudad tiene un olor característico,
una especie de olor indefinido. El metro
aparece en pasos elevados, entre rechinidos y metal estremeciéndose. Se pierde
en la distancia. Las luces de taquerías, de tiendas de conveniencia, de bares,
de cantinas, de hombres caminando con las manos entre sus abrigos y otros taxis
tortuguitas verde.
Poco a poco la arquitectura cambia, y el hombre trata de
entablar una conversación, pero solo recibe monosílabos. La ciudad es una gran
boca de colores luminosos con un cielo rojo. En esas ciudades hasta se olvidan
de qué color son las estrellas. A cualquier niño se le puede preguntar sobre
las estrellas verde, y les dirá que son hermosas.
La colonia centro, es el centro de Tenochtitlán, hace
cientos de años era un lago, que se recorría en cayucos, ahora se recorre en
taxis. La noche deja ver, detalles que ignoramos de día. La calle, recibe a su
visitante, una que otra prostituta bajo
árboles oscuros, luces de neón, ratas de alcantarilla del tamaño de conejos que
comen campantes en los tragantes. El auto se escabulle en las calles que poco a
poco recobran su color y su esplendor.
La ciudad acaricia lo que tenemos en la mente. Los recuerdos,
se pierden en las esquinas que evocan algunos versos y lugares comunes. Aquella
es una ciudad que carcome lentamente las esquirlas que quedan después de la
ruptura.
Ángel Elías
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