Con el cabello derramado sobre la almohada me llamaba. Y una sonrisa que parecía la réplica humana de la felicidad. Ella retozaba pensamientos y sonreía. ¿Es que acaso se puede ser más humanamente feliz? Esa tarde llovía. Y las gotas se escuchan en los tejados cercanos, con la misma frecuencia que los besos compartidos. Ella tenía cosquillas justo detrás de la oreja. Entre el cuello y las ideas. Los libros nos miraban, voyeuristas inmutos. Le habré susurrado algún poema al oído, de esos que suelen decir todo en pocas palabras, y me calló con un beso. Era su especialidad, enmudecerme, quitarme el aliento con su mirada y sus arranques de pasión cuando caminábamos por las calles. Pero ahora ella estaba allí, en mi cama, revisando mis cosas, leyendo mis papeles desperdigados, deslizándose con la impunidad que le da su belleza y sus pechos descubiertos. Perfectas gotas de agua que se deslizan por el vidrio de una ventana que terminan un hermoso punto rosado. Sabes que no...