Con el cabello derramado sobre la almohada me llamaba. Y una
sonrisa que parecía la réplica humana de la felicidad. Ella retozaba
pensamientos y sonreía. ¿Es que acaso se puede ser más humanamente feliz?
Esa tarde llovía. Y las gotas se escuchan en los tejados
cercanos, con la misma frecuencia que los besos compartidos. Ella tenía
cosquillas justo detrás de la oreja. Entre el cuello y las ideas. Los libros
nos miraban, voyeuristas inmutos.
Le habré susurrado algún poema al oído, de esos que suelen
decir todo en pocas palabras, y me calló con un beso. Era su especialidad,
enmudecerme, quitarme el aliento con su mirada y sus arranques de pasión cuando
caminábamos por las calles.
Pero ahora ella estaba allí, en mi cama, revisando mis
cosas, leyendo mis papeles desperdigados, deslizándose con la impunidad que le
da su belleza y sus pechos descubiertos. Perfectas gotas de agua que se deslizan
por el vidrio de una ventana que terminan un hermoso punto rosado.
Sabes que no puedo hacer nada más que observar la curvatura
de tu cuerpo, de tu cintura que termina en la desnudez de la profundidad.
Entonces veo tu ombligo y distingo los miles de años de evolución que pasaron
para que dios te creara con un soplo desde su mano. Nuevamente tu pelo enredado
en mis sueños, en la cabecera de donde todas las noches te saco a pasear a los
campos elíseos, al coliseo romano, a ver el big ben, a comer un helado a la
esquina.
La espesura de tu desnudez no deja de asombrar. El castaño
cosquilleo en las ideas, en los labios que compartieron secretos. Este sitio
entonces, y solo entonces, alberga la perfección de tu piel blanca y tus risos
juguetones. ¿Secretos? Almacenamos secretos en nuestros alientos.
Para frío y la lluvia no hay mejor antídoto que las ventanas empañadas. Es temporada de
tormentas en el mundo, pero en el nuestro es primavera. El aroma a amor inundó
el sitio. Una combinación de flores, música eurolonge,
perfume de mujer y onirismo. El tiempo se puede detener para fisgonear.
Cartografié cada esquina de tu cuerpo con mi boca. Descubrí
que el sabor de tu piel tiene distintas sensaciones en cada uno de tus
resquicios. Que las tonalidades de tus suspiros dependen de exhalar la cantidad
exacta de mundo.
Reír, entonces, era para mí, volverte un sonoro murmullo
entre la desnudez de tus alas. Comprendí, cuando veíamos nuestros ojos, lo que
había visto Boticcelli con el nacimiento de la Venus. Porque eras exactamente
eso, una obra maestra, traída del pasado para completar el presente.
Al final del día, bebí el rosado de tus pezones, dibujé tu
figura en las sábanas, aterrice sueños en pupilas dilatadas y besé lentamente
las gotas que bajaban desde la luna.
Ese día no estuvo desnuda, estuvo ella.
Ángel Elías
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