Muchas veces la ausencia suele explicarse con silencios.
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En una parte de la luna se desliza una mirada. Se escabulle
y cae en forma de estrella en algún lugar del planeta.
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Un niño juega con su perro en la puerta de su casa. Parece divertirse.
Le hala las orejas al can y este salta y luego lo corretea. Nadie lo cuida, qué
puede pasar en este sitio de tierra, lodo y sembrados de maíz. El perro mueve
la cola y parece sonreír. El pequeño con sus botas de hule esparce los charcos
con sus pasos. La tarde ya no es tan aburrida en su monotonía mientras el mundo
se divierte por ratos.
Aquel niño regresa con el perro correteándolo. Se tropieza y
el perro se le abalanza y le lame la cara. El infante sonríe mientras se
levanta rápidamente y busca montarse en aquel perro que no se dejará. Sus saltos
no son dignos de las olimpiadas, pero sostienen con su simpleza aquel mundo. La
noche los invade, los acurruca mientras gruesas gotas de sudor cae entre las
risotadas del pequeño y la lengua del can parece salirse.
En la casa se iluminan con un par de focos bajo la sombra de
los robles y pinos que son acompañados de las chicharras. Dentro de la casa
hierve una jarrilla de café para finalizar el día.
Ángel Elías
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