
Gotas de Lluvia
Los días de lluvia, los espero en medio del calor sofocante de cada verano. Cuando llegan esas gotas, el mundo transpira vitalidad. Luego recuerdo que las mejores cosas, las más dolorosas y las más vitales fueron durante los días de lluvia. El beso más apasionado, el rompimiento con la mujer más hermosa que me ha querido en la vida, mis mejores poemas, todo ha sido dentro del hechizo mágico de la lluvia.
El encanto de recordar con cada tamboreo de gotas de agua en el suelo, en el techo de lámina o en las calles empedradas de mi vida. Soy irremediablemente nostálgico, es inevitable, ahora y todos los años, la lluvia me recuerda que existe la renovación, es insalvable, mi año personal empieza cada invierno.
Para ello las primeras lloviznas me impregnan la nostalgia de un pasado que pertenece poco a mi persona, ya los veo como en un escaparte, donde sé que están cuidados de tanto ladrón de recuerdos.
Las lloviznas llegan. Impregnan cada ventanal de la habitación donde cohabito con mis experiencias y con las añoranzas de un lugar a donde ya no pertenezco.
Recuerdo cada lugar, cada olor, y cada sonido de agua. Son toques certeros a la puerta de mi mente. Son las cosas que me mantiene vivo, son los dingdongs del tiempo.
La lluvia sirve para limpiarse de los fantasmas sudorosos, pestilentes, fétidos, pastosos y hediondos de cada verano. Sirve para ver cada verde en tonos distintos de una planta.
¿Cuántos de nosotros no se relajan al ver el esplendor de los lozanos manzanos, pinos, ceibas, después de una noche de lluvia?
Luego rebota todo el rocío de ese invierno en nuestras azoteas.
Cada gota de vitalidad aguosa encierra la llave de los recuerdos programados. Que cuando toca por ínfima superficie de nuestras personas se desata ese torbellino de nostalgias, ese tonto, ridículo, pero invaluable torbellino de nostalgias.
Después viene la tormenta de lamentaciones, esa granizada de meas culpas, que sufrimos aquellos que no podemos ya solucionar nada. Es el sufrible martilleo de gotas tan gruesas que lastiman nuestra dignidad.
Todo, por esa necedad de querer sanar los recuerdos recordándolos.
Para ello recurrimos a sentir la lluvia caer en nuestras cabezas, mojarnos completamente, sintiéndonos vivos, sintiendo la frescura apagando las brasas de la culpa.
Es hermoso sentir escurrir toda esa agua entre nuestras manos, soltar toda la miseria acumulada en nuestros ojos en un simple, natural y húmedo soplido.
Recordar bajo la lluvia, viendo la lluvia, sintiendo a la lluvia, es la experiencia exorcizadora por excelencia.
Desde el ventanal de la habitación cae cada cuita envuelta en un material transparente, refrescante, intenso. Nace en la cúspide del cielo, en sus acolchonadas almohadas, y deja caer lentamente toda la ternura que nuestras necesidades permiten.
En un gimnasta y vertiginoso salto, cada ángel se despliega en un juego intenso con la gravidez de la tierra, una competencia completa por llegar primero.
En el último grito, el grito de victoria, se deja en golpe del suelo contra la frágil estructura de nuestra competidora. Vemos como su anatomía ha cambiado, y ha cumplido con su cometido, llevarse con ella todo lo que nos hacía daño, lo que nos molestaba devolviéndonos así la necesidad urgente por vivir.
Ya todo lo que era de nosotros ha dejado de serlo y vemos desparecer esa sensación amarga en nuestras vidas en la alcantarilla cercana.
Angel Elías
Los días de lluvia, los espero en medio del calor sofocante de cada verano. Cuando llegan esas gotas, el mundo transpira vitalidad. Luego recuerdo que las mejores cosas, las más dolorosas y las más vitales fueron durante los días de lluvia. El beso más apasionado, el rompimiento con la mujer más hermosa que me ha querido en la vida, mis mejores poemas, todo ha sido dentro del hechizo mágico de la lluvia.
El encanto de recordar con cada tamboreo de gotas de agua en el suelo, en el techo de lámina o en las calles empedradas de mi vida. Soy irremediablemente nostálgico, es inevitable, ahora y todos los años, la lluvia me recuerda que existe la renovación, es insalvable, mi año personal empieza cada invierno.
Para ello las primeras lloviznas me impregnan la nostalgia de un pasado que pertenece poco a mi persona, ya los veo como en un escaparte, donde sé que están cuidados de tanto ladrón de recuerdos.
Las lloviznas llegan. Impregnan cada ventanal de la habitación donde cohabito con mis experiencias y con las añoranzas de un lugar a donde ya no pertenezco.
Recuerdo cada lugar, cada olor, y cada sonido de agua. Son toques certeros a la puerta de mi mente. Son las cosas que me mantiene vivo, son los dingdongs del tiempo.
La lluvia sirve para limpiarse de los fantasmas sudorosos, pestilentes, fétidos, pastosos y hediondos de cada verano. Sirve para ver cada verde en tonos distintos de una planta.
¿Cuántos de nosotros no se relajan al ver el esplendor de los lozanos manzanos, pinos, ceibas, después de una noche de lluvia?
Luego rebota todo el rocío de ese invierno en nuestras azoteas.
Cada gota de vitalidad aguosa encierra la llave de los recuerdos programados. Que cuando toca por ínfima superficie de nuestras personas se desata ese torbellino de nostalgias, ese tonto, ridículo, pero invaluable torbellino de nostalgias.
Después viene la tormenta de lamentaciones, esa granizada de meas culpas, que sufrimos aquellos que no podemos ya solucionar nada. Es el sufrible martilleo de gotas tan gruesas que lastiman nuestra dignidad.
Todo, por esa necedad de querer sanar los recuerdos recordándolos.
Para ello recurrimos a sentir la lluvia caer en nuestras cabezas, mojarnos completamente, sintiéndonos vivos, sintiendo la frescura apagando las brasas de la culpa.
Es hermoso sentir escurrir toda esa agua entre nuestras manos, soltar toda la miseria acumulada en nuestros ojos en un simple, natural y húmedo soplido.
Recordar bajo la lluvia, viendo la lluvia, sintiendo a la lluvia, es la experiencia exorcizadora por excelencia.

Desde el ventanal de la habitación cae cada cuita envuelta en un material transparente, refrescante, intenso. Nace en la cúspide del cielo, en sus acolchonadas almohadas, y deja caer lentamente toda la ternura que nuestras necesidades permiten.
En un gimnasta y vertiginoso salto, cada ángel se despliega en un juego intenso con la gravidez de la tierra, una competencia completa por llegar primero.
En el último grito, el grito de victoria, se deja en golpe del suelo contra la frágil estructura de nuestra competidora. Vemos como su anatomía ha cambiado, y ha cumplido con su cometido, llevarse con ella todo lo que nos hacía daño, lo que nos molestaba devolviéndonos así la necesidad urgente por vivir.
Ya todo lo que era de nosotros ha dejado de serlo y vemos desparecer esa sensación amarga en nuestras vidas en la alcantarilla cercana.
Angel Elías
Comentarios
Me encanta como escribes, cuando sea grande quiero ser como tú.
Gamp*