Estas calles invitan a recorrer la ciudad para encontrar un lugar
para comer. No a comer pupusas, creo es un lugar común ir, comerlas y luego
presumirlas.
A unas calles de donde estoy hay un bar abierto. Muchos carros estacionados, una televisión encendida que nadie ve y nicaragüenses hablando en una mesa.
A unas calles de donde estoy hay un bar abierto. Muchos carros estacionados, una televisión encendida que nadie ve y nicaragüenses hablando en una mesa.
En el televisor un partido del FAS (un equipo de futbol
local) toma emoción al ritmo de la narración de un comentarista al que todas
las jugadas le parecen emocionantes. “Bienvenidos al infierno”, dice una manta
entre los aficionados que vestidos de rojo saltan al compás de una trompeta.
Los nicas no dejan de hablar. Ellos comentan al mismo tiempo y
gritan temas distintos, que se escuchan en todo el recinto. Eso sí, ríen al a destiempo
algunas veces. Ya no escucho al narrador deportivo, solo puteadas.
Es de noche y estoy
en un barrio residencial, clase media lujosa. Al mediodía caminé algunas
cuadras y me topé con barrios marginales que tienen de vecinos centros
comerciales que hablan en dólares. Es un país muy desigual, como todos los
nuestros.
La noche en San Salvador se recorre fácilmente entre áreas
seguras y otras que no recomiendan. Todos tienen historias de asaltos y
asesinatos, en una sinfonía casi repetitiva de violencia. “Lo mataron por
transa”, dice el presentador de un programa de televisión que da la noticias o
que anuncia las desgracias citadinas.
En el bar, las botellas siguen corriendo y sonando mientras
se juntan un ejército de vidrio, oscuro, vacío y vencido. Y piden refuerzos.
Los nicaragüenses se adueñaron de aquel local salvadoreño. Tampoco
pidieron pupusas, su menú fue pollo asado. Las mesas de plástico con sillas de
metal lucen sombrías cuando están vacías, ahora tienen color ante tanta
plática. Por momentos pareciera, que hasta el televisor detiene el partido para
escucharlos.
El primer tiempo del juego, sin goles, termina. La noche se derrite y se desliza
entre el agua que moja las botellas de cerveza. Los comensales gritan sus descontentos, sus
alegrías y sus represiones después de la tercera ronda de cervezas. Ellos hablan
con más fuerza y mueven sus brazos, los agitan como tratando de mover el mundo.
Ellos imaginan que lo logran.
Ángel Elías
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