Hace algunos días, subí uno de los volcanes de Guatemala, El Volcán de Atitlán. Un majestuoso volcán situado a orillas del lago del mismo nombre. Una expedición que inicié con unos amigos.
Desde pequeño admiré mucho a los deportistas, que luego se fue extendiendo coincidentemente, hacia actividades para los que era verdaderamente un fracaso. Los números contables, por ejemplo.
Llegamos a tener un cierto respeto hacia quienes pueden hacer cosas que nosotros ni en sueños. Y, no es que nos menospreciemos en algo. O que nos sintamos incapaces. Si no que las circunstancias son simples, hay cosas que podemos hacer y otras no.
Hubo una de las preguntas que me hizo un amigo y me dejó cautivado, momentos de subir y le repitió durante la escalada y al final me hizo pensar todo el camino. Dando tres respuestas muy distintas una de la otra. ¿Qué opinas de subir volcanes?
Cuando empezamos el ascenso, no supe qué responder. Era la primera vez que ascendía dicha cumbre. Entonces mi experiencia era completamente inválida. Por un sendero ligeramente inclinado fuimos en una caminata de más de tres horas. Conociendo los campos del municipio de Santiago Atitlán; lugar donde se ubica tal cumbre.
Ya cuando el ascenso se hacía más inclinado este amigo insiste con la pregunta.
Respondo: Hay quienes fueron dotados de la paciencia y la fortaleza física para hacerlo. Otros simplemente no.
Para ese lapso de camino, me di cuenta que mi trabajo es meramente intelectual. Que aunque me encanta subir volcanes, no me apasiona el esfuerzo que se hace.
Ya cuando llegamos a la cumbre como 6 horas después mi versión cambia radicalmente. Simplemente me quede maravillado de la insignificancia de nosotros. Al tener, aparentemente, el mundo a mis pies se ve el universo desde otra perspectiva. Uno se pregunta porque esta magnificencia de universo está con nosotros. Nos preguntamos qué hicimos para merecernos tanta belleza en este planeta. O si sólo fue por designio del destino. Me di cuenta que los problemas de la vida son un puñado de berrinches humanos. Y que somos simplemente parte del escenario al que llamamos universo.
El estar en contacto con la naturaleza, nos ayuda a comprender humildemente nuestra insignificancia frente al mundo.
Ver el amanecer desde allí, muestra que todo está sincronizado para mantener un equilibrio constante. Que no hay nada de más y que una fuerza, llámese universal, la mantiene.
Talvez, con el tiempo comprendamos que dentro de este teatro, somos también parte del elenco. Pero también que hemos sobre valorado nuestra función. Que no somos dueños de nada en la naturaleza. Que no somos los ungidos para regir el universo. No lo somos y nunca lo hemos sido.
Entonces ese amanecer fue más que eso, fue un despertar de la humildad frente al todo.
Ya en el camino de regreso, me di cuenta por mi mala condición física, que prefiero la literatura y la filosofía al ejercicio físico. Pero de vez en cuando podemos pretender ser algo diferente, talvez para enriquecer el conocimiento que tenemos de la nada.
¿Qué si lo volvería a hacer? ¡Por supuesto!
Angel Elías
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Saludos.