Andrea salió enojada de aquel lugar. Al pasar la puerta escondió la sonrisa que se le escapaba por la chaqueta. Ella simplemente respiró profundo y no volvió. Yo me quedé esperando que regresara. Minutos después entra Herta. ¿El faisán? me dice. Hago un gesto de desdén. El faisán, me grita… No sé, respondo.
Comenzamos con una conversación un poco trivial. Después de me molestaban las palabras de Herta. Su desarraigo me causaba una sensación extraña. Con el paso de las palabras su tristeza se combinaba lentamente con la mía. Quería huir con ella. Quédate por el faisán, me decía. Yo no le he visto, pensaba, cómase su faisán. Es que la conversación fue rara. Herta llegó a aquel lugar después de Andrea y me preguntó si había visto al faisán. No, le dije. Entonces tiene que verlo.
En primera instancia me pareció loca. Una mujer que cree que le mundo es un ave, tiene que estar loca. Todos tenemos un poco de locura se excusaba. Pero, no tanta como parecer un faisán. De su bolso sacó una foto del ave que tanto mencionaba. Ve, dijo, esta es una gran ave. ¿La ha visto? No, ni la quiero ver, respondo. Solo quiero que ella vuelva. Es que el faisán no lo permite, me dice. Y de su bolso saca un vaso y una botellita de cerveza. Todos somos faisanes.
En sus ojos hay una tristeza grande. Herta es una mujer que mis palabras no le importan. Solo las de ella y el faisán. Compartimos la cerveza. Y me contó su historia. No se la creo mucho. Dice que sus familiares sufrieron la muerte provocada por una lechuza. Que no pudieron convencer a aquella ave para no llevarse a su papá. Le ofrecieron ratoncitos tiernos, pero no funcionó. A Hamet, su primo, se le ocurrió una idea. Envenenaron todas las frutas y mataron a aquella lechuza. El problema fue a los días, llegó una lechuza nueva. Y por no conocer a los pobladores mató a los pobladores que todavía no les tocaba. Murieron tres primos de Herta.
El faisán… pregunta una vez más. No sé, respondo un poco contrariado. Herta continuó con sus relatos. Amelia era una amiga de ella que aludía recurrentemente. Le tenía una envidia insana. Que luego se volvió deseo. Crecieron juntas, Amelia se encerraba con sus compañeros de la escuela en el granero. Herta solo la veía, hacia pucheros y se iba a su casa a encerrarse a su habitación.
Al curso de las horas, de los días, de los años, Herta se da cuenta que poco le he puesto atención a lo que me cuenta.
¿Estás triste? ¿Es por ella, verdad?
Recuerda que todos tenemos un exilio en el alma y ella tiene uno. No puedes hacer nada. Sus palabras me hielan el pensamiento por un momento. Se siente frío en el alma. Un azul cae por mis manos.
El faisán no puede volar, me dice… yo tampoco puedo dejar la tristeza, le respondí.
Ángel Elías
Comentarios
Gracias por al visita y me alegra que te guste el blog...
Talvez ojee entre sus plumas...
Con lo de Magacín, insisto, cuando sea grande quiero ser como vos!!!
Un abrazo compa!