Un grupo de jóvenes se encuentran sobre una maraña de hierros de colores. Son unas torres que ahora deforman lo que hasta anoche era una rueda de colores en la oscuridad. Las ferias son esos encuentros de gente y de ilusiones iluminadas con neón. En ellas se vende manzanas acarameladas, churros con miel, elotes vestidos de mayonesa y parejas paseando su amor. De pequeño me gustaba la feria por sus colores, pero no por sus juegos, la mayoría me parecía intimidatoriamente fríos. Aunque sé decir que me subía a aquellos que no parecían peligrosos y que no enfrentaban retos gravitacionales. Siempre tuve suerte en la lotería. Era el que más ganaba en la familia. Vasos de vidrio, baños plásticos, tazas de café, forman parte del patrimonio familiar gracias a mí y la feria.
La noche de la feria, todos salen a pasear, a comprar y ver lo nuevo que trae la feria. Y es que durante muchos años la feria traía cosas interesantes y novedosas. Todo en la feria era nuevo, bueno, por lo menos trataba de aparentarlo. Había utensilios para toda la familia. La abuelita compraba ollas y platos, los tíos uno que otro pantalón, las primas un poco de joyas (que aseguraban eran de la mejor calidad), y los niños juguetes de madera.
Entonces la feria era la oportunidad para conocer lo que de otra manera solo era un sueño. La feria fue esa productora de sueños, con sus ronrones de colores, sus sabores a canillitas de leche, manías, elotes locos y batido en batidor de morro.
Al siguiente día queda la resaca de la feria. El pueblo se mantiene somnoliento. Como que le cuesta amanecer. Todas las ventas se encuentran tapadas, con sus mantas de colores desteñidas de tantas ferias que han pasado. Entonces la feria parece triste, luce sin ese maquillaje y glamur de la noche anterior. Parece desvelada.
Entonces se escuchan los martillazos que desarman los sueños, lámina por lámina, madera por madera, caballito por caballito. Porque la feria se escapa, un poco despeinada, bastante cansada. A pesar de ello, los muñecos que servían de diversión infantil aún sonríen. Y con esa sonrisa un poco forzada son subidos a un camión que los saca de acá. ¿A dónde van los de feria? De pequeño nunca supe dónde continuaba la feria. Me parecía un gran enigma. Es que las despedidas son duras.
Los habitantes de la feria, se van con sus dulces de colores y sus juegos de metal a lugares distintos, a hacer felices a niños distintos. Otras voces entonces gritarán lotería, y otras manos recibirán regalos. Otros ojos se encandilarán con el neón de feria.
Todos los años llega la feria cerca de mi casa. Y los desvelos son los mismos, la sonrisa de los muñecos hechos de fibra de vidrio no han cambiado. Parece que no se cansan, pero sí se despintan. Y se escucharán de nuevo los martillazos, las láminas de zinc cubrirán toda la plaza y las luces amarillas, verdes y turquesas, serán parte del paisaje.
Entonces ese pueblo, dormido, aburrido y un poco impresionable, saldrá en búsqueda de los sueños, aquellos que ofrece la lotería, las baratijas, los tiros al blanco y las eternas canciones de los tigres del norte con rifle de aire, donde el Kent y la Barbie, son las sempiternas estrellas del baile.
Ángel Elías
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