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Una historia citadina

 a aquellos recuerdos 
que nunca terminamos de encontrar...

Llovía en la ciudad de México. Todo parecía tan profundamente confuso. Aquellos diluvios que caracterizan a esa ciudad de más de 20 millones de almas asustan un poco. Ya me encontraba en el café donde quedamos para platicar. La plaza Cibeles entonces es bañada estrepitosamente con todas sus estatuas por la lluvia que cae. El café era quien me acompañaba. Nada más. Es un poco triste sentarse en el medio de la nada, si más conocidos que unos desconocidos y separados por miles de kilómetros de los recuerdos. La lluvia se arreciaba. Los autos eran casi unos submarinos que atravesaban las calles aledañas a la plazoleta. Me dieron un café enorme, mi boca todavía tiene el sabor a ciudad-humo. La lluvia dio una tregua extraña. Como si el ojo del huracán se hubiera estacionado sobre nuestras cabezas. Soplaba una brisa húmeda, fría y los chorros de la Cibeles se distinguen nuevamente. Sorbí mi café. Cerré los ojos. Al abrirlos, del otro lado de calle, se encontraba ella. Dos años nos separaron, los recuerdos y un abismo de temporalidad extraño. Estaba con un vestido azul, una sombrilla y un hombre. Ambos cruzan la calle. Imaginé que me reconoció en seguida. Llega conmigo, me saludan en el café. Nos vemos en la calle Oaxaca, esquina y Cibeles, me dijo por teléfono una hora antes. Yo era nuevo en aquella ciudad. Todo me parecía extraño y nuevo. Caminé desde el Zócalo hasta el Ángel de la Independencia. Me perdí en Insurgentes y llegué la Roma. Colonia exclusiva de la zona rosa de México. ¿Qué más exclusivo que volverla a ver?

La última vez que la vi, fue en el aeropuerto de nuestro país tropical. Ella no vio que a lo lejos me despedí. No supo que llegué para decirle adiós. Ese día llovió también. Eso fue dos años antes. Pero nunca nos imaginamos que nos encontraríamos nuevamente. Bueno, en realidad yo no creí posible. Ella creo que nunca se lo imaginó. Después de tanto tiempo, nos separaba una mesa y la lluvia que se arrecia nuevamente. La gente corrió a resguardarse y los cafés empezaron a llegar. Platicamos durante dos horas. De dos años que no existieron. Reímos, conversamos, envolvimos el pasado. Ella estaba tan hermosa como la recordaba. Tan locuaz y perseverante. Nada ha cambiado. Ahora, desprotegidos nos encontramos ante el destino.

La lluvia en la ciudad de México fue implacable. Me contaba que vivía allá hace desde hacía unos meses. Que todo estaba viento en popa. Que no podía ser más feliz. Aunque para ese momento yo era más feliz. Recorrer miles de kilómetros por un café en una tarde lluviosa, es de locos. Le avisé que estaba allí 24 horas antes. Se sorprendió al saber que una parte del pasado tropical y bananero la perseguía. Era sábado. Y nos vimos por última vez. En una ciudad extraña, rara, ajena. Esas despedidas son húmedas de recuerdos y nostalgias. Es tan bella cuando sonríe de mis chistes malos. Pareciera que nada había cambiado, que aún nos encontramos en aquel restaurante con aire acondicionado, sumido en el calor de ciudades casi costeñas. Pareciera que nos encontramos en el edificio del centro donde nos absorbía la oscuridad casi cómplice. Pareciera que fue ayer cuando nos conocimos en aquel edificio Ubiquista del centro de la ciudad. Sin embargo, no es así, estamos en una ciudad que no nos pertenece a ninguno de los dos. Que es monstruosamente grande. Y entonces su claro cabello enredado, como nuestras vidas, era el reflejo del destino que no nos esperaba. Y que se transforma en umbos totalmente opuestos. Sus ojos esmeralda lo dijeron todo.

Me presentó a su esposo. La lluvia se fue justo al momento de despedirnos. Al salir de aquel café, ya satisfecho de mi misión pasé a saludar al Ángel de la independencia, quien fue testigo de mi baile en los charcos que quedan después de la tormenta.

Ángel Elías

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