Todo empezó en un viernes, tal vez de noche o de madrugada,
a lo mejor un martes, pero comenzó. Un paso en la oscuridad para no tropezar
con los recuerdos tirados en la habitación. Afuera en la sala un vaso sin agua
que llevaba algunas horas de haberse usado. Afuera, en la calle, uno que otro
auto pasando en la avenida. El teléfono insistía con su repique. ¿Quién puede
llamar a estas horas de la noche? Nadie tiene esa respuesta hasta ver la
pantalla que ilumina la noche. Es ella, con la tranquilidad que le da su
insomnio. Me dijo hola, ¿Cómo estás?
Entonces supe que mi sueño había cambiado, que en algún
momento remoto necesitó hablar conmigo. No estaba borracha, solo se quedó hasta
altas horas de la noche pintando en la sala de su casa (meses después vi el
cuadro colgado en las escaleras que iban a su habitación), algunos árboles y
ríos se agolparon en sus bosquejos. Me quebró el sueño, lo tomó y se lo
escondió entre la blusa. Era evidente, esa noche no me la devolvería y yo
tampoco la tomaría.
Conversamos, como si estuviéramos en un café parisino a las
cuatro de la tarde. En una apacible charla que se extendió algunas horas –cosa que
habrá agradecido la compañía telefónica –hablamos de cualquier cosa que hablan
dos desconocidos que solo quieren sentirse acompañados. ¿De qué conversamos esa
noche? ¿Lo recuerdas?
Debimos grabar alguna, tú de tu lado de la cama y yo del mío,
tú de tu lado del mundo y yo del mío, compartiendo las posibilidades que nos da
la seguridad de la madrugada y separados por kilómetros de sueños.
Tal vez nos amaneció, no lo recuerdo, solo sé que no quería
dormir una vez más sin ti. Supe que no podría conciliar el sueño sin tener que
hablarte antes de dormir para saber cómo estuvo tu día.
Pero todo pasa, como la madrugada, como la noche, como las
horas y ya pasó todo el tiempo para despedirnos, en un tren, en un avión, en un
punto donde esa madrugada se convirtió en alba, y ese desvelo mío, solo fue un
momento de insomnio tuyo.
Ángel Elías
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