A la niña de los algodones de azúcar.
Ale.
Son deliciosos estos entretenedores del hambre. Tan característicos de las ferias de pueblo. En lo personal tenía muchos de años de no probar alguno. Pero, por diversas circunstancias que se confabularon contra mí terminé cayendo dentro de las garras de tan delicioso entremés.
De niño los algodones de azúcar caracterizaron la feria en el pueblo y las procesiones. Era tener una nubecita dentro de una bolsa y comerla pensando que se podía escapar. Nubes de color rosa, azul, amarilla o blanca.
Pero, cuando la niñez se va, las bolsas de algodones, extrañamente se van con ella. Y dejamos las ilusiones de niño en el pasado. Y los algodones de azúcar pasan a ser un mordisco al aire. Y ya no los buscamos, dejamos de perseguir con una moneda al vendedor que lleva todas las nubecitas debidamente empacadas sobre sus hombros.
Porque dejamos de pensar que son necesarias, que la niñez se ha acabado y con ella nuestra hambre de soñar con nubes de azúcar. En algún momento dejamos la inocencia para pensar que nuestros sueños se resumen a ese edulcorante embolsado.
Esos son los algodones de azúcar, el reflejo de la inocencia perdida. Y por eso me acerqué de nuevo a ellos. Quería saber qué me atrajo alguna vez. Deseba conocer ese misterio que a todo niño cautiva. Ese derretir inmediato del azúcar sobre la lengua.
Y me remonté a otros tiempos. A tiempos que muestran que equivocaste el camino por crecer y olvidar lo sencillo de la vida. Entonces lo elemental toma trascendencia. Y repites otra dosis de algodones de azúcar.
¿Por qué los deje de comer? ¿Por qué los vuelvo a buscar?
Pues resulta que de un poema y una conversación con una amiga que se encuentra lejos, surgió la necesidad de probar nuevamente los algodones de azúcar. La niña de los algodones de azúcar recreó de alguna manera ese universo paralelo donde la niñez vuelve con un poquito de dulce. Para mí, fue suficiente. Y hasta incitó más sentimientos. Ella me hizo sentir, después de tanto tiempo su lejanía. Una lejanía que al igual que la niñez es muy difícil de salvar. Entonces nos damos cuenta que somos un sinfín de mundo paralelos que escasamente nos encontramos. Y en el peor de los casos, nos encontramos sin saberlo.
Otras ocasiones el encuentro es fortuito y agradable, como es el caso de los algodones. Es encontrar al algodonero después de perseguirlo por toda la feria. Ver perderse continuamente entre los cuerpos de un sinnúmero de personas en la feria. Perseguirlo casi adivinando dónde está. Pero que llega el momento cuando más desesperanzados estamos aparece tan campante, como sí no supiera que lo buscábamos y que se nos escapaba. En ese juego del ratón y la gata.
Entonces ahora visito cada vez más ferias, en búsqueda del algodonero. Talvez con la esperanza de ver a mi amiga comprar una bolsa, saludarla y no sentirla tan lejos. Pero sonrío al imaginar tan hipotética situación.
Una sonrisa que me provoca alegría entre la algarabía que no acostumbraba visitar. Ahora las ferias son otra cosa. Impregnaciones de lo que busco. Un tipo de accesorio de la realidad que me ayuda a pensarla un poquito y ya no recordar que está lejos.
Como diría Nietzsche: El encanto más poderoso de las mujeres consiste en hacer sentir su lejanía.
Angel Elías
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