Nada podía ser más hermoso para aquel fotógrafo que tomar su cámara, salir y fotografiar el cielo. Podía ser cualquier día, nublado para sus días tristes, soleado para sus días tranquilos, con viento para sus días apurados. No era mucho lo que hacía, apuntaba la lente de la cámara y sonreía, sea cual fuera su día. Nadie entendía cómo aquel fotógrafo mantenía tanta fascinación con el cielo. De tan simple que parece, ya nadie le presta atención. Es aquel espectador que no tiene admiradores. Que no tiene más allá de sus ¿nubes?
¿Pero de dónde sale tanta fascinación con el cielo? ¿Es que no tiene otra cosa más que eso? Aquel fotógrafo salió presuroso de su casa, con cámara en mano. No había nada que fotografiar. Solo malos días. Eso pensaba él. Un trabajo que no le convence. El cielo nunca se va, le repetía su abuelita. ¿Será cierto? Nada en este mundo está asegurado. Y se dice que todo se te negará si no has visto el cielo.
Aquella tarde, todo salió mal. Despedido, decía su carta. Simplemente ya no llenas los requerimientos del trabajo, esperaremos que alguien lo haga mejor. Gracias… y se acabó. Para ese entonces era sólo él y su cámara. Caminó por las calles aledañas al trabajo. Cabizbajo (error, si se quiere tener este trabajo) regresó a su casa. Nadie lo esperaba.
¿Qué puede fotografiar un hombre solo? Nadie te dice que la fotografía es ese momento que no ves nunca. Salió al patio de su casa y rompió la cámara. La hizo añicos. ¡Allí están mis últimos años de vida! Aquella cámara voló en pedazos. Aquella escena era un desastre. Un cadáver desmembrado, una lente rota, el mundo destruido. Solo sobrevivió su tarjeta de memoria. Con una última foto que tomo milésimas de segundos antes de destruirse en aquel patio.
Fueron días, semanas, meses duros. Nada hacia sonreír a aquel fotógrafo. Algo le faltaba. No veía, no parecía estar vivo. Un algo estaba completamente destruido y desmembrado. Aquella tarjera pasó meses dentro de una gaveta de su casa. Algo me darán por ella, se repetía. Los meses pasaron y el tiempo parece que es una constante que cuesta asimilar.
Al tiempo revisó la tarjeta en su computador. Cuando el duelo parecía que había pasado y necesitaba revivirlo. Cosas que hace uno para seguir dolido. Que lo hacen sentir miserable por momentos. En la tarjeta, nada importante, algunos cumpleaños que no recordaba haber asistido, la foto de Mónica en un restorán al que no volvió nunca ¡jaja! (la de los amores proscritos), los amigos en la fonda, Regina la mujer que nunca volvió a ver. Algunas casas, algunas calles, algunos autos, algunos muros (¡ja! Esa foto es de Lucía, ella tomaba mi cámara y fotografiaba cualquier cosa). Lugares que jamás ha vuelto a visitar. Nada puede ser más triste que recordar. Nada puede hacernos más felices que recordar.
Y la última foto. La que se tomó antes de romper la cámara. Nada más surrealista que ese cuadro enmarañado de nubes grises que anuncian días largos y noches frías. Ha días peores, recordó. Y supo lo que tenía que hacer.
Aquel fotógrafo no sale a tomar fotos del cielo, sale a buscar respuestas. El cielo nunca se va, dicen, nunca se va
Ángel Elías
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