
Cuando Isabel la Católica le dio a Colon las joyas para financiar el viaje a lo desconocido, en realidad le estaba dando el producto del saqueo que los llamados Reyes Católicos, le habían arrebatado a los Musulmanes de Córdoba y Sevilla. Aquellas joyas despojadas, no fueron una dádiva generosa de Isabel; fueron una calculada inversión que tenía como objetivo obtener la ganancia respectiva. Cuestión que quedó establecida en el contrato financiero firmado entre la Corona y Colón llamado “Capitulaciones de Sta. Fe”. Se suscribió que los reyes además de quedar como soberanos de las tierras y de lo que contenían; debían como pago a la inversión, cancelarles el 20% de todo lo expoliado. Este hecho mercantilista, codicioso, fue lo que marcó la invasión española a todas estas tierras. Así fue como nació y se montó una inescrupulosa empresa de hacer riquezas a cualquier precio.
Como sabemos, los nativos recibieron a los españoles con amabilidad, cortesía, proporcionándoles ayuda para llenar sus necesidades de miseria, hambre y sed. Pero, desde esos primeros momentos hispanos en estas tierras, es el oro portado por los nativos lo que desorbita sus ojos y su desmedida ambición de riqueza. Como el oro para los indígenas no representaba ninguna riqueza mercantil, sino era simplemente una muestra de la dignidad de quién lo portaba, no encontraron ninguna dificultad para cambiarlo por las baratijas que ofrecían lo invasores, porque de nuevo, esas baratijas españolas, representaban en el mundo indígena un objeto de representación de compostura y no de riqueza material.
Pero la orofagia de los invasores y de la Corona española no tenía límite alguno, y así comenzaron cambiando oro por baratijas y terminaron cometiendo el peor genocidio que se conoce en la historia de la humanidad.
El testimonio de Bartolomé de las Casas nos ejemplifica el genocidio criminal de los invasores españoles; apunta que en la Española –hoy Haití y Dominicana- donde pusieron pie por primera vez, habían alrededor de 3 millones de habitantes, una década posterior no quedaba ninguno. Cálculos modernos dicen de un millón en la Española, pero tres o un millón, la criminalidad asesina del español solo cambia de monto más no de horror. Saltaron a Cuba en busca del oro y de gente, e hicieron el mismo genocidio, millones fueron sacrificados y asesinados; luego brincaron al continente y acá la criminalidad alcanzó estadios de locura: decenas de millones fueron masacrados en nombre de Dios, la civilización y el oro.
La orofagia y la antropofagia de los invasores no se detenía ante nada, ni ante su propia muerte. Preferían perecer antes de seguir siendo pobres como en la península; preferían fenecer antes de seguir siendo un don nadie; querían el oropel, la apariencia, el tufo, el título, el dispendio y para ello no importaba masacrar, envilecer, esclavizar a mujeres, niños, ancianos, jóvenes y señores o morir en el empeño.
Trataron de borrar todo vestigio de la civilización Maya, Azteca, Quechua, Aimara. Destruyeron los templos, las casas, los depósitos, los jardines, los parques, los zoológicos los sembradíos, las acequias. Todo a su paso fue destruido. Donde ponían las patas no volvía a crecer nada. Lo peor fue muerte sistemática de los sabios: fueron empalados, quemados en la hoguera, ahorcados y destrozados por los perros, los sacerdotes, los ingenieros, los arquitectos, los médicos, los abogados, los agrónomos, los poetas, los pintores, los escultores, los novelistas, cuentistas, músicos, orfebres. Casi toda la intelectualidad fue asesinada de una u otra forma en el afán de borrar la identidad.
No les bastó.
Entonces llegó el cura franciscano Landa y ordenó quemar todos los libros para borrar definitivamente la conciencia histórica, científica, cultural, económica, política, filosófica, espiritual. Es decir, fue el último esfuerzo de los invasores para culminar el genocidio.
A pesar de obsesiva destrucción de los invasores, los pueblos originarios resistieron: unos subieron a las montañas y aún siguen ahí; otros fueron confinados en aldeas y se negaron a hablar la castilla, mantuvieron su idioma, sus comidas, sus medicinas, su comal, su fuego; la tradición oral volvió a sustituir los libros quemados; los Dioses fueron resguardos en las cuevas y barrancos; la espiritualidad también fue camuflada en los santos y dioses cristianos, mientras las ceremonias a los Abuelos y Nahuales se celebraban en la nocturnidad o en la soledad de las montañas; los templos fueron los cerros sagrados; la cofradía cristiana fue utilizada para mantener la organización del pueblo; Maximón siempre fue más poderoso que Jesucristo y la Pareja Creadora del universo más irresistible que el Dios cristiano. Así pasaron quinientos años.
Pero los invasores no cesan en su empeño de hacer desaparecer la cultura y la memoria histórica de los pueblos originarios. Inventaron hace cien años, La Fiesta de la Raza, entendida como la Fiesta de la raza española regaron su celebración en ambos continentes. Luego vino lo de la Madre Patria, a quien había que rendirle tributo; después inventaron la Hispanidad, el encuentro entre culturas, entre dos mundos, y otros tantos más, para celebrar el 12 de octubre, día aciago para la humanidad. Las elites oligárquicas de estos países se unen a esta celebración española; festejan al unísono la genocida invasión porque se sienten parte de ellos y porque tratan de ocultar y olvidar que ese mismo día empezó la resistencia de los pueblos originarios que se mantiene incólume y con la misma tenacidad.
Históricamente no hay día de la hispanidad, porque esta nunca se dio; solo hay día de la Resistencia porque está siempre ha estado presente.
Guillermo Paz Cárcamo
Como sabemos, los nativos recibieron a los españoles con amabilidad, cortesía, proporcionándoles ayuda para llenar sus necesidades de miseria, hambre y sed. Pero, desde esos primeros momentos hispanos en estas tierras, es el oro portado por los nativos lo que desorbita sus ojos y su desmedida ambición de riqueza. Como el oro para los indígenas no representaba ninguna riqueza mercantil, sino era simplemente una muestra de la dignidad de quién lo portaba, no encontraron ninguna dificultad para cambiarlo por las baratijas que ofrecían lo invasores, porque de nuevo, esas baratijas españolas, representaban en el mundo indígena un objeto de representación de compostura y no de riqueza material.
Pero la orofagia de los invasores y de la Corona española no tenía límite alguno, y así comenzaron cambiando oro por baratijas y terminaron cometiendo el peor genocidio que se conoce en la historia de la humanidad.
El testimonio de Bartolomé de las Casas nos ejemplifica el genocidio criminal de los invasores españoles; apunta que en la Española –hoy Haití y Dominicana- donde pusieron pie por primera vez, habían alrededor de 3 millones de habitantes, una década posterior no quedaba ninguno. Cálculos modernos dicen de un millón en la Española, pero tres o un millón, la criminalidad asesina del español solo cambia de monto más no de horror. Saltaron a Cuba en busca del oro y de gente, e hicieron el mismo genocidio, millones fueron sacrificados y asesinados; luego brincaron al continente y acá la criminalidad alcanzó estadios de locura: decenas de millones fueron masacrados en nombre de Dios, la civilización y el oro.
La orofagia y la antropofagia de los invasores no se detenía ante nada, ni ante su propia muerte. Preferían perecer antes de seguir siendo pobres como en la península; preferían fenecer antes de seguir siendo un don nadie; querían el oropel, la apariencia, el tufo, el título, el dispendio y para ello no importaba masacrar, envilecer, esclavizar a mujeres, niños, ancianos, jóvenes y señores o morir en el empeño.
Trataron de borrar todo vestigio de la civilización Maya, Azteca, Quechua, Aimara. Destruyeron los templos, las casas, los depósitos, los jardines, los parques, los zoológicos los sembradíos, las acequias. Todo a su paso fue destruido. Donde ponían las patas no volvía a crecer nada. Lo peor fue muerte sistemática de los sabios: fueron empalados, quemados en la hoguera, ahorcados y destrozados por los perros, los sacerdotes, los ingenieros, los arquitectos, los médicos, los abogados, los agrónomos, los poetas, los pintores, los escultores, los novelistas, cuentistas, músicos, orfebres. Casi toda la intelectualidad fue asesinada de una u otra forma en el afán de borrar la identidad.
No les bastó.
Entonces llegó el cura franciscano Landa y ordenó quemar todos los libros para borrar definitivamente la conciencia histórica, científica, cultural, económica, política, filosófica, espiritual. Es decir, fue el último esfuerzo de los invasores para culminar el genocidio.
A pesar de obsesiva destrucción de los invasores, los pueblos originarios resistieron: unos subieron a las montañas y aún siguen ahí; otros fueron confinados en aldeas y se negaron a hablar la castilla, mantuvieron su idioma, sus comidas, sus medicinas, su comal, su fuego; la tradición oral volvió a sustituir los libros quemados; los Dioses fueron resguardos en las cuevas y barrancos; la espiritualidad también fue camuflada en los santos y dioses cristianos, mientras las ceremonias a los Abuelos y Nahuales se celebraban en la nocturnidad o en la soledad de las montañas; los templos fueron los cerros sagrados; la cofradía cristiana fue utilizada para mantener la organización del pueblo; Maximón siempre fue más poderoso que Jesucristo y la Pareja Creadora del universo más irresistible que el Dios cristiano. Así pasaron quinientos años.
Pero los invasores no cesan en su empeño de hacer desaparecer la cultura y la memoria histórica de los pueblos originarios. Inventaron hace cien años, La Fiesta de la Raza, entendida como la Fiesta de la raza española regaron su celebración en ambos continentes. Luego vino lo de la Madre Patria, a quien había que rendirle tributo; después inventaron la Hispanidad, el encuentro entre culturas, entre dos mundos, y otros tantos más, para celebrar el 12 de octubre, día aciago para la humanidad. Las elites oligárquicas de estos países se unen a esta celebración española; festejan al unísono la genocida invasión porque se sienten parte de ellos y porque tratan de ocultar y olvidar que ese mismo día empezó la resistencia de los pueblos originarios que se mantiene incólume y con la misma tenacidad.
Históricamente no hay día de la hispanidad, porque esta nunca se dio; solo hay día de la Resistencia porque está siempre ha estado presente.
Guillermo Paz Cárcamo
Comentarios
Aquí no se vive así y lo mejor: no se siente de ese modo.
Saludos.