
En aquellos días corría fuego por los ríos y los árboles daban cardos. La gente no moría y tenía años de sufrir enfermedades. Parecía que Dios se había olvidado de ellos. Ya habían estado años en el desierto de un país que no recuerdan. Pero sí recuerdan los callos en sus pies y la mala comida. Además de aquello lugares que maldijeron porque al cavarlos en busca de agua solo encontraban un liquido negro pastoso que con el fuego explotaba. Pero les reconfortaba la promesa de llegar a un lugar mejor. Donde todas sus penas estarían por fin colmadas. Con el correr del tiempo, de los años, aquel hombre designado para llevar los destinos del pueblo se sentía confundido. Ya había pasado tiempo desde que saliendo de su casa una voz le dijo: Elegido. Y abandonó su casa, su esposa y se casó con la causa. Su desconcierto era no conocer el futuro. Aquel indómito destino que siempre le sorprendía. Como la vez que aves cayeron sobre el pueblo y los alimentaron por un día. O como la vez que llovió tanta leche que todos tuvieron un llanto blanco que conmovía. En una tarde mientras veía correr a los niños entre las dunas del desierto, mientras una de sus esposas le acariciaba el cabello con un peine hecho del hueso de un ave, una luz, pero sin voz, se le apareció de nuevo. Nadie más que él la vio. Simplemente vieron cuando saltó, aquel profeta tumbó la silla donde se encontraba y exclamó con una tranquilidad y euforia, que más parecía alivio, no visto en él desde hacia años, desde hace 400, para ser exactos. Aquel profeta frente a su pueblo que trabajaba en labores propias del desierto, como buscar agua, sembrar cardos, espantar serpientes, hacer collares con piedras, y limpiar constantemente la arena que se acumulaba sobre sus cosas, dijo: ¡Ah!
En los momentos de mayor dificultad, cuando estamos sumergidos en la vil miseria, algo nos ilumina. Y comprendemos qué sucede. Comprendemos cuál es el camino a seguir, qué fue lo que hicimos mal y por supuesto en un futuro no volverlo a hacer. Entonces todo cobra sentido. Todo recupera el orden natural de las cosas. Y sabemos qué perdimos, qué ganamos, nos recuerda que estamos vivos. Y que a todo ello no somos insensibles, que hay algo de humanidad dentro de nosotros.
El mundo da tumbos raros. Y de alguna manera asociamos el destino a nuestra conveniencia. Es lo que nos queda. Tratar de enderezarlo para que no sea tan pesado. Lo que tenemos que comprender, lo entendemos, lo que no queríamos ver, lo vemos con claridad. Lo que nos encadenaba era la ilusión por lo que no existió. Y todas las dudas se disipan. Porque en realidad nunca las hubieron. Y si las existieron fue porque nuestras respuestas no estaban acorde a nuestras expectativas. Cuando acaba todo y vemos el panorama, vemos la pintura completa, corregimos el rompecabezas. Y colocamos las piezas que nos hacían falta. Y entonces ya no hace tanto daño. Porque razonamos las respuestas. Y aunque no seamos felices, (porque el hedonismo es también mentira en estos casos) sí nos quedamos tranquilos.
Y al final de todo repetimos la frase del profeta: ¡Ah! Y por fin lo comprendemos todo.
La columna de Raúl de la Horra es mi recomendación para esta semana
http://www.elperiodico.com.gt/es/20100320/lacolumna/143003/
“De lo malo siempre puede surgir algo bueno, como también es cierto que hasta un reloj descompuesto da correctamente la hora dos veces al día.”
RdH
Ángel Elías
Comentarios
Hay que aprovechar las oportunidades de mejora y cambio que ofrece una crisis.
Un abrazo.
Un abrazo