
Por: Pan*
Ese tiempo fue suficiente como para olvidar su aroma, su rostro y su voz. Para refugiarse en lo que era intrascendental en la vida. Segundos continuos, encerrado en un monólogo interno que de alguna manera llegaron a consolar el desasosiego en la incertidumbre de los años. Habían pasado por sus ojos las figuras de la muerte y del cambio, que venían a amenizar la continuidad de la existencia. Lo evidente, lo obvio, lo inevitable era el desayuno de cada mañana, el almuerzo de la tarde y el desgano de la noche. ¿Quién desea vivir frente a una lata de sardinas todas las noches? ¿Quién desea comer un desconsuelo comprado a plazos? ¿Quién se puede preocupar por un conserje que barre una estación cualquiera? ¿Sus pensamientos? ¿Sus emociones? ¿Su historia? ¿Cuántos se preocupan por entender a un hombre que dejó a una mujer en la estación de un tren, y que a las semanas termina trabajando allí, con la esperanza de volverla a ver? Él, esa tarde la fue a dejar, aunque ella no lo supo, porque la despidió de lejos, como quien se despide a un amor proscrito. Simplemente la vio partir de lejos, vio salir su tren y ella no supo que estuvo allí. Necesitaba llenar, una vez más, ese cajón de donde había escapado su memoria.
Ya son tres años de su partida.
Esa tarde, mientras llega un tren como tantos, en tantas tardes. Entre el tumulto de cuerpos apresurándose y estrujándose por tomar su tren, detiene su rutina de limpieza y cree verla por unos segundos bajando de un tren dirigiéndose a otro. Ella corre por toda la parada, por la estación, él la sigue con la vista hasta que sube al siguiente tren y comienza otra partida.
*Pan: Poeta y bloguero. Gusta de la música clásica. Su blog se llama Arcadia: www.antropoetica.wordpress.com
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